martes, 3 de abril de 2012

Suerte vuelve II....(9)

Al día siguiente, cuando Ana se despertó se encontró sola. Alberto no había ni tocado las sábanas. 
Sabía que no podría con ello y me abandonaría, pensó ella, será mejor que baje y hable con mi padre de todo esto.

Ana se levantó, fue al baño, se arregló un poco y bajó las escaleras de camino a la terraza. Para su sorpresa, justo antes de entrar en la cocina para pedir el desayuno, se encontró con su padre y Alberto. Éste le estaba dando el contrato prematrimonial. 
Ella no terminaba de creérselo y menos después de la noche anterior.

- Hola cariño - dijo Alberto con una sonrisa cautivadora. - Estás preciosa. Voy a subir a asearme y a prepararme. Si quieres podemos salir después del desayuno.
- ¿Salir? - preguntó Ana sin entender nada.
- Sí. Si salimos sobre las 10.30 llegaremos a las 12.00 donde mis padres.

En ese momento Ana cayó en la cuenta. Se había olvidado por completo del fin de semana con sus suegros.

- ¡Claro! - contestó ella sorprendida -. Podemos salir después de desayunar. Prepararé la bolsa en un minuto.
- De acuerdo. Pues ahora te veo. - Alberto se acercó a ella, le dio un beso en la mejilla y se marchó a la habitación.

El padre que había presenciado la escena, sonrió a su hija y le dijo:
- Es un buen chico. Solo que hay que estar encima de él para que no se desconcentre.
- Papá... - Ana quería hablar con él. Estaba empezando a dudar si Alberto y ella serían felices.
- Hija ... - dijo Juan sin escuchar a su hija -. Por lo visto al principio no le hizo gracia lo del contrato, pero hemos cambiado un par de cláusulas y ya lo ha firmado. Tenéis mi bendición - le dijo mientras se acercaba y le guiñaba un ojo -. Me ha dicho un pajarito que la boda será en un par de meses. 
- ¿Un par de meses? - dijo ella incrédula.
- Cariño, ¿no es lo que tu quieres? - dijo el padre preocupado al ver la cara de sorpresa de su hija.
- Claro que es lo que quiero. - Ana quería que no se le notase la intranquilidad con la que se había levantado. -Solo que me ha pillado por sorpresa. Además, yo esperaría a la primavera, si no, a lo mejor tenemos algo de frío. 
- Bueno, como tú digas mi niña - le dijo Juan, mientras la abrazaba. Ana era su hija, la niña de sus ojos. Sabía que había estado mal lo que hizo con Jordi, pero era su hija y la apoyaría en lo que ella quisiera. - Debo decir que tenía mis reservas al conocerle, pero después de estos días aquí y en la oficina, creo que Alberto y tú hacéis una pareja estupenda.
- Gracias papá -. Ana intentó simular una sonrisa de enamorada, aunque le salió una mueca extraña. Ahora que la familia le apoyaba le había entrado miedo a su decisión.

A ver que tal va el fin de semana con sus padres, pensó. Creo que ayer aluciné demasiado y pienso cosas que no son, si él no quisiera estar conmigo, no hubiese firmado el contrato prematrimonial.

Después de desayunar, Alberto y Ana cogieron el coche para ir a pasar el fin de semana con los padres de él. Durante los primeros veinte minutos, ninguno de los dos habló. Iban escuchando canciones que Ana tenía en su coche desde tiempos inmemoriales. Entonces sonó una canción y Alberto se puso a cantar. Ana no se lo podía creer, pues era una canción que siempre le había encantado. 

...A quien le importa lo que yo haga,
A quien le importa lo que yo diga,
Yo soy así y así seguiré nunca cambiarééééééééééé.....

Ana cantó con él hasta desgañitarse por los gritos. Cuando la canción acabó, Ana le miró y volvió a sonreirle. 

- Veo que se te ha pasado el enfado de ayer. - Dijo Alberto.
- Sí. La verdad es que pensé que serías tú el enfadado.
- ¿Yo? 
- Sí, por lo del contrato prematrimonial.
- La verdad caaaaaaaaari - remarcó Alberto en señal de mofa - no tienes por qué preocuparte. Sabía, desde que nos prometimos que esto pasaría. Es normal, yo si tuviera una fortuna, la tendría a buen recaudo. 
- La fortuna no es mía, es de mi padre.
- Bueno, pero tarde o temprano será tuya, cielo.
- No me llames cielo, sabes que lo odio. - La sonrisa de Ana había desaparecido. Alberto y el dinero, Alberto y las mujeres. Ese era el pensamiento que tenía. 
- Ahora en serio - dijo él -, quiero que lo nuestro salga bien. Te quiero y quiero que nos casemos.
- Ese es el problema - explotó Ana -. ¿De verdad me quieres? Si es así... ¿por qué hiciste aquello en nuestras vacaciones?
- Pensé que ese era un tema zanjado.
- Sí, francamente, yo también lo pensé hasta que te vi ayer con la Barbie silicona, viniendo de nuestra habitación.
- ¿Crees que me enrollé con ella? - Alberto se hacía el ofendido -. Si no crees en mi, entonces por qué me dijiste que sí.  Pensé que lo nuestro era sólido, pensé... No sé...
- Tienes razón. Pero incumpliste el trato.
- No he incumplido nada. Me has mandado trabajar con tu padre y eso he hecho, me has mandado una secretaria decrépita a la que tengo que llamar tres veces para que me haga caso, pero sigo con ella, por que tú la elegiste. Esa chica, Jenifer, quería ir al baño y una de tus amiguitas estaba encerrada con alguien y gemían. ¿Qué querías, que la dejara allí? Solo fui amable. No he hecho nada de lo que tengas queja. Yo en cambio, podría decirte, que tu comportamiento de anoche, con aquella notita estúpida, es un poco de mujer inmadura o celosa rematada.
- ¿Es un crimen sentir celos? - dijo Ana que ahora estaba a la defensiva.
- Supongo que no. Pero siempre he creído que son enfermizos. Si crees ciegamente en una persona, no tienes que estar celosa, por que sabes que no hará nada para perjudicarte. ¿Realmente me quieres?
- ¡Claro que sí!, - respondió Ana sin pensar. - Ayer vi algo que no me gustó. Tienes razón en lo del trabajo, pero creo que tampoco se está nada mal en la empresa de papá. Es verdad, que con la nota, puede que me pasara, pero me ardían los ojos al verte cerca de esa mujer. 
- Pues si quieres que esto funcione, por favor, fíate de mi. 

El resto del camino no hablaron. Ana estuvo pensando en lo que habían hablado y sentía que en lo de los celos tenía razón Alberto. Si crees en una persona ciegamente, no tienes por que sentir celos al verle con otra persona. 
 Cuando llegaron a la casa y Alberto aparcó el coche, Ana lo cogió de la mano y le dijo:
- Lo siento. Sé que tienes razón. Creo que los dos tenemos nuestros defectos. Si tu puedes intentar complacerme a mi, yo debería hacer lo mismo contigo. Espero que este fin de semana vaya bien y podamos olvidar todo esto.
- Sí. Yo también. Espero que no te pongas celosa si abrazo a mi madre. - Alberto sabía que podía ser mordaz con ella, estaba vulnerable y eso jugaba a su favor. 
- Creo que no tienes por que ser tan cruel. 
- Ahora sabes como me siento cuando me haces sentir mal. 
- No sé como debo decírtelo. Lo siento, lo siento muchísimo.
- Lo sé. Será mejor que dejemos el tema. Quiero que conozcas a mis padres, decirles la buena nueva y sobre todo, quiero fijar una fecha. Se lo prometí a tu padre.
- Por supuesto.

Salieron del coche y allí estaban sus padres, en la entrada de la casa. Sonriendo, por que, por fin, su hijo había ido a verles. 

- Mamá, papá.... Ella es Ana - presentó Alberto, después de que su madre se lo comiera a besos.
- Encantada Ana. - dijo Adela sin mucho entusiasmo.
- Encantada señora. - respondió ella un poco cohibida.
- Hola guapa, - le dijo el padre - me alegro de que hayáis venido. 

Los cuatro entraron en casa. La madre de Alberto, Adela, quería ponerse al día de todos los acontecimientos de la vida de su hijo. 
Cuando sus padres supieron, por medio de los padres de Alicia, que se habían separado, no sabían qué decir ni cómo tomárselo, sobre todo la madre de Alberto, que siempre había querido a Alicia y era de la única mujer que se había fiado para que se casase con su pequeño.

Alberto le contó que él y Ana querían casarse. El padre de él se puso loco de contento y para celebrarlo, se levantó rápidamente, para servir unos cócteles. A su madre, como era de esperar, no le gustó la idea. 

- ¿Os conocéis lo suficiente? - dijo Adela a su hijo en la cocina, mientras cogían los platos del aperitivo -. Mira lo que te ha pasado con Alicia. Nunca pensé que os separaríais. Además, su madre me dijo que fue tu culpa, que estuviste con otras mujeres. 
- Es verdad mamá. Le puse los cuernos. 
- Hijo eso no es culpa tuya. Si tu mujer no te da lo que tú necesitas y quieres, es normal que vayas fuera a buscarlo. No pensé que Alicia fuese así -. Por supuesto, Adela no veía ningún defecto en su hijo. Sabía que él no podía equivocarse y que las pelandruscas que se le acercaban eran las que tenían un problema.
- Bueno mamá, fuese como fuese - Alberto, por su parte, no le iba a contar la verdad de lo que pasó. Prefirió que pensara mal de Alicia -. Ana es diferente. Ella y yo nos conocemos de antes de romper nuestros matrimonios, ya me entiendes - claramente la madre sabía por qué lo decía -. La quiero, me quiere y me da lo que quiero, lo que necesito. Además tengo un buen trabajo gracias a su familia, ya que ahora trabajo para su padre, el dueño de Allegra.
- ¿Allegra? La marca de mis cosméticos.
- Sí. Mamá, tu hijo está progresando. No lo estropees. 
- Claro que no. Yo si esa mujer te hace feliz, no me meteré, ya lo sabes. 

Después de la aclaración en la cocina, Alberto y su madre fueron al salón, donde el padre, había empezado a contarle las batallitas de Alberto en el instituto, a Ana, la cual bebía el martini como si fuese agua.

- Cariño - dijo Adela a su marido. - Deja que los chicos vayan a refrescarse, ven conmigo a la cocina que te necesito.
- Claro mujer, ahora voy. 

Mientras los dos iban a la cocina, Alberto y Ana se quedaron solos en el salón.
- Bueno, ¿qué te parece? Sé que no tenemos servicio pero...
- Me encanta. Es una casa  muy bonita, tus padres, se ve que te quieren mucho y me gusta el sitio.
- Bueno. Desde que papá se jubiló se vinieron a vivir aquí. Era la casa de mi abuela, pero cuando murió mi madre la reformó.
- Tiene muy buen gusto. - Ana miraba cada palabra que le decía a Alberto, no quería que todo aquello se complicara más de lo necesario y menos después de la pelea del coche.
- Sí. Vamos a refrescarnos. Mi madre ha preparado una suculenta comida, y si eso, después bajaremos a la playa, para dar un paseo.

Su madre había preparado todo un festín. Ana no sabía por donde empezar. Se pasaron más de dos horas en la mesa comiendo. La madre de Alberto cocinaba estupendamente y Ana no recordaba el último día que la suya le preparó su plato favorito.
Después de comer todos ayudaron a recoger la mesa. Cuando Ana llevó los últimos cacharros a la cocina, Adela le pidió que fuera al jardín trasero, que era donde tomaban el café cuando hacía buen tiempo. 

- Ya verás que sitio tan bonito - dijo la madre.
- De acuerdo. Ahora voy.
- Ana - dijo rápidamente la señora - quiero hacerte una pregunta. Pero no sé si me estoy metiendo donde no me llaman, pues nos acabamos de conocer.
- No se preocupe señora, puede preguntar.
- Primero no me llames señora, si voy a ser tu suegra, llámame Adela. 
- Claro.
- A ver hija.... - la madre dejó el último utensilio en el friegaplatos, los cerró y miró a Ana - ¿Estuviste casada?
- Sí. Así es.
- Pero no tienes intenciones de hacerle a mi hijo lo mismo que le hiciste a tu ex marido, ¿verdad?
- Perdone - Ana no se podía creer que Adela tuviera tanto morro. - No entiendo a qué se refiere. 
- Pues me refiero a que le pusiste los cuernos a tu marido con Alberto, y eso,...
- No siga. - Ana sabía que era mejor que se callara, por que si no, como ella bien decía, ardería Troya. - Yo quiero a su hijo, quiero casarme con él, formar una familia, vivir tranquilos y felices. 
- Eso está bien. Me alegro - dijo Adela, antes de abrazar a Ana. - Seguro que tú sí le das lo que él necesita, no como su ex mujer. Por cierto, ¿sabías que los padres de Alicia son nuestros vecinos?
- Pues sí, Alberto me lo comentó, hace tiempo.
- Me alegro - dijo la vieja, con un resquemor que hacía notar que no era cierto.

Después del café, Ana y Alberto se fueron a la playa, a caminar por la arena. Los dos tenían que seguir la conversación que habían iniciado en el coche. Ana quería zanjar el tema. 
Alberto se le adelantó y en el momento en que salieron de la casa de sus padres, tomó la palabra. Y se la llevó a su terreno, haciendo que Ana una mujer aparentemente fuerte, terminara, por enésima vez, pidiéndole perdón por su comportamiento del día anterior.

El resto del día lo pasaron reconciliándose por lo pasado y decidiendo el día que querían que se celebrara la boda. Alberto tenía ganas de que no pasara mucho tiempo, por si acaso Ana se arrepentía de todo. 
Pero Ana, en cambio, tenía sus dudas en hacerla tan precipitadamente, y le pidió a Alberto celebrarla más adelante, para así, tener, también, más tiempo de prepararla. 
Como no se ponían de acuerdo, decidieron hacer un sondeo con las familias. Les preguntarían a los padres de Alberto cuando preferirían casarse, si en otoño, o en primavera. Y cuando volvieran del fin de semana, harían lo mismo con la familia de Ana. 

Por la noche, los cuatro se fueron a cenar a un restaurante, cerca del puerto, donde preparaban un marisco exquisito. A Ana le encantaba el marisco y Alberto decidió que quería tirar la casa por la ventana, para celebrar su compromiso con ella. 
De camino al restaurante, Ana y Alberto iban hablando de sus cosas, que no se dieron cuenta de que sus padres se habían parado a hablar con otra pareja. Cuando quisieron darse cuenta, estaba un poco lejos.

- Si quieres nos acercamos. Deben ser amigos de tus padres, ¿no? - dijo Ana.
- Sí. Lo son. Amigos y vecinos. Son los padres de Alicia.
- ¡Oh Dios!, que vergüenza. - Ana quería esconderse, pero justo en ese momento el grupo de cuatro miraron hacia ellos. Alberto levantó la mano, para saludar. Los padres de Alicia se giraron y marcharon. 
- Hola hijo - dijo su madre al llegar donde estaban los jóvenes. - Perdonar que nos parásemos, pero es que de pronto he notado que alguien me cogía y mira por donde, nuestros vecinos.
- Ya lo he visto. ¿Qué se cuentan? 
- Nada nuevo. Hablé con Marisa hace una semana. Alicia está viviendo con ellos. Ha empezado a trabajar en un bar del pueblo. Nadie la quiere contratar por algo que hizo en su antiguo trabajo. 
- ¿Sabes de qué va, hijo? - preguntó el padre.
- Sí. Lo sé. Pero ya os lo contaré en otro momento. Ahora hemos venido a celebrar nuestro compromiso - dijo mientras cogía la mano de Ana - no a hablar de mi exmujer.
- Tienes toda la razón- dijo la madre -. Por cierto, espero que no os moleste, les he dicho que te ibas a casar con Ana.

Alberto y Ana se miraron. Alberto se sentía orgulloso de su madre, pues sabía que lo hacía para restregarles con quien estaba él y que él había rehecho su vida, mientras su hija, había vuelto a casa, para trabajar en un bar. Ana en cambio no se sentía nada cómoda con la situación. Todavía no había visto a Alicia, desde que la dejó sola en el hotel. 

Después de cenar, mientras tomaban el café, Ana quiso darle una gran sorpresa a Alberto por la pedida.
- Cariño. Siento todo lo que ha pasado estos días. Supongo que la vuelta a la rutina ha sido un poco revuelta, pero por eso he querido que tu también tengas algo, de mi parte. Igual que tú me regalaste este anillo precioso, símbolo de tu amor por mí, yo te regalo esto - le dio un sobre tamaño papel - como signo de mi amor por ti.

Alberto rápidamente cogió el sobre y lo abrió. Al principio no sabía por donde empezar a leer. Así que se tranquilizó y lo leyó bien. Eran las escrituras de la casa en la montaña que él había comprado cuando estaba con Alicia y que el banco les había embargado hacía unas semanas. 

- ¡No me lo puedo creer! - gritó mientras se avalanzaba sobre ella para darle un sonoro beso en los labios. - ¿Es en serio? 
- Claro que lo es. Sabes que en esto, yo no te mentiría. 
- Lo sé .Y por eso estoy alucinado.
- Pero, ¿qué es? - preguntó la madre inquieta.
- La casa de mis sueños. La casa de la montaña, que por circunstancias, había perdido.
- El banco todavía no había hecho efectivo el embargo. Así que hablé con mi banco y pagué todo lo que se debía de la casa. Al ser una propiedad a tu nombre y totalmente pagada, el banco no pudo ponerla con las otras cosas.
- En serio, no me esperaba esto. Gracias 

Ana se sentía orgullosa al ver la cara de felicidad de Alberto. Alberto se sentía loco de contento, por que, por fin, la casa de la montaña era suya y libre de deudas. 

El domingo se levantaron y prepararon la bolsa. Se quedarían hasta la comida y después se marcharían. Alberto les había dicho que el lunes tenía que ir a trabajar y quería descansar. 

Antes de irse, hicieron el sondeo. Para los padres de Alberto era mejor no esperar, cuanto antes mejor, dijeron. A Alberto le encantó. Solo necesitaba el beneplácito del padre de Ana, que sabía que tenía, y se casarían en dos meses.
Ana pensaba que la familia de Alberto preferirían esperar, pues su madre ya le había dicho que llevaban poco tiempo antes de prometerse. Lo que Ana no sabía es que Alberto les había dicho a sus padres qué tenían que decir, y ellos obedecieron al dedillo a su hijo.

2 comentarios:

  1. ¡¡Hola/Uala-uala-uala!!

    A partes iguales. Me ha encantado. Es genial.
    Además he descubierto que hay las arpías tienen versión masculina: Alberto; Y versión corpora-
    tiva: Alberto y familia.

    El recurso "caaaaaaaaaaaaaaaaari" ha triunfado.
    definitivamente jajajajajaja. Uy Alberto la que te estás ganando. Pero ya te llegará, ya. Lo voy a disfrutar al máximo con una buena ración de palomitas.

    Bueno, una vez más enhorabuena. Una historia que engancha y con mucho nivel.

    ¡¡A seguir así!!
    Congratulations

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  2. Albertito se las trae...Oioioioioi....

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